A propósito de la proyección de Calabuch, de Luis García Berlanga (miércoles 1 de junio), y de nuestro ciclo "Faros", publicamos este artículo de Carlos Alonso Pascual.
Una de las películas favoritas de mi padre era Calabuch. Al cabo de los años, –estas cosas siempre acaban heredándose– he de confesar que también se ha convertido en una de mis preferidas. Dirigida por Luis García Berlanga, fue estrenada allá por el año 1956, tres años después de su primer gran éxito, Bienvenido Mr. Marshall (proyectada en nuestra función 49, Tercera temporada, 2010).
La cinta narra una emotiva historia que sucede en Calabuch, un pequeño pueblo de la costa mediterránea al que va a parar un científico norteamericano que, alarmado ante el poder destructivo de sus investigaciones sobre la fisión nuclear, decide huir y refugiarse en el anonimato que le proporciona este apacible pueblo. Allí traba amistad con sus peculiares habitantes, les ayuda a resolver sus problemas y participa en todo tipo de actividades.
Durante estos días he recordado un personaje muy entrañable de esta película: don Ramón, el farero de Calabuch. Pepe Isbert está realmente inmenso en el papel de este pícaro e ingenuo guardián, componiendo un vivo y melancólico homenaje hacia una profesión que se ha extinguido hace años.
Durante las largas horas de guardia, don Ramón utiliza el teléfono del faro para disputar una partida de ajedrez con don Félix, el párroco del pueblo. Ambos hacen trampas. El cura consulta diagramas y manuales para obtener alguna ventaja sobre su adversario, mientras que el farero cuenta con el experto consejo del científico desaparecido. El diálogo entre ambos jugadores, a través de la centralita telefónica del pueblo, no tiene desperdicio.
En este tiempo de reflexión en casa, motivado por la alerta del Covid-19, he llegado a pensar que todos somos de alguna manera el farero de Calabuch.
Encerrados en nuestra casa, oteamos el horizonte para tratar de vislumbrar los distintos escenarios que podría depararnos el futuro. Hablamos con los demás a través de redes conectadas pero, en lugar de un teléfono, utilizamos dispositivos inteligentes para jugar al ajedrez o desarrollar todo tipo de actividades de ocio. Al igual que el ingenuo farero, nos atrevemos incluso a hablar de las maravillas del cosmos a cualquiera que nos escuche, sin saber si se trata de un físico nuclear de fama internacional. Y, al igual que los dos jugadores, hacemos trampas.
Hacemos trampas cuando buscamos en un manual la respuesta que nos parece más correcta, sin haber pensado en la naturaleza de la pregunta; y también cuando buscamos ventaja en el consejo de un experto sin reflexionar sobre su pertinencia o sobre sus efectos colaterales.
La película es una tierna fábula, entrañable y conmovedora, sobre la vida sencilla. Un alegato pacifista donde los habitantes del pequeño pueblo, disfrazados de romanos y armados con tres fusiles, dos escopetas y algunas lanzas, se enfrentan finalmente a imponentes navíos de guerra. Nosotros andamos también escasos de equipos de protección y de respiradores, pero tenemos impresoras 3D y máquinas de corte por láser.
Todos somos el farero de Calabuch. Don Ramón no sabía que su profesión iba a desaparecer en unos pocos años. Nosotros sabemos que enormes fuerzas se preparan para hacernos ver que las personas pueden ser prescindibles, económicamente irrelevantes en un mundo dominado por el beneficio.
Es el tiempo de la acción creativa en Calabuch.
Carlos Alonso Pascual
Medium, Marzo 2020
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